lunes, 19 de enero de 2009

ENERO


No ha mancillado el mundo
flor menos natural
que la flor del hallazgo.
Los cauces marchan solos y es la mano,
su violento artificio, quien inventa
encrucijadas, desembocaduras:
compartidas mareas
para urdir unidad y equidistancia
la corriente dispersa.
Por sí mismas, las órbitas
desdicen el encuentro,
lo reducen a azar. Y perdurarnos,
perdurar junto al otro, se resigna
mero matiz apenas
en la norma brutal del accidente.
Nunca contravenimos
con mayor osadía
los designios de dios o de su ausencia
que al estrechar abrazo
con el puñal o el beso entre los dientes
dos o más soledades.
Es de ahí que nos viene,
unas veces punzante y otras tenue,
apenas como un eco,
aquella tentación
de dejar que las cosas
obedezcan con plena mansedumbre
su curso, sin enmiendas.
Y por eso delante
de una ruina de escombro y chamusquina
—la piel franco rescoldo todavía—
solemos dedicarle algún suspiro
a la apartada, intacta,
casita en el paisaje de la víspera.